domingo, 4 de marzo de 2012

.-Ternura-.

Pasos pequeños, mojados, descoloridos, sin aliento, sin esperanza, sin nada más que la finalidad de moverse... esos eran los pasos que la guiaban cuando la encontré. Totalmente empapada nuestras miradas no se encontraron, yo mismo me ocupé de llevarlas a chocarse. Le levanté el rostro lentamente para que encarara mi mirada, sus ojos azules cristalinos reflejaron la oscuridad de su alma, su pelo azabache caía mojado a su espalda, cubriéndola. Nada más la cubría salvo la preciosa túnica que su largo y sedoso cabello mojado le creaba, pegada sobre su espalda encubriendo sus pequeños hombros. Su boca estaba levemente separada y me miraba como si fuera la primera cosa que veía, como si nunca hubiera visto nada. Le pregunté su nombre, más no supo contestarme. No sabía hablar. Pasé un largo tiempo enfrascado en la profundidad azulada de su mirada, ese azul que me hacía pensar en un cielo despejado, para nada parecido al cielo que nos envolvía desde hace semanas. Resguardandola de la lluvia, la cubrí con mi capa y juntos fuimos hasta mi casa. Allí le dí una camisa vieja de mi armario y un pantalón, la puse junto a la chimenea y la hice entrar en calor. Inmediatamente después, cayó dormida.
Pasé días interminables junto a la chimenea, le dispuse un cuarto y exigí a una de mis criadas que la acicalara cada mañana y le comprara las prendas necesarias para que fuera una dama. Le enseñamos la lengua para que pudiera comunicarse con nosotros, y era sorprendente la facilidad con la que aprendía. Su voz era cantarina, suave, con una melodía propia que llenaba todos los oídos de felicidad. Me hacía pensar en la voz de los ángeles. Poco a poco, el cariño que fue tomando en mi corazón me sobrepaso y sentí la necesidad de no dejarla ir. Tenía verdadero miedo de que marchara a cualquier lugar del que, sólo Dios sabia, pertenecía.
Poco a poco, comenzó a aprender a leer, y devoraba las novelas que mi doncella le traía. Pero me dí cuenta de que cada día sonreía más y que sus ojos iban tomando color a medida que eso ocurría. Cada vez su mirada era más azul oscuro, y no es que me incomodara, pero me resultaba un cambio extraño, muy extraño.
Un día, la pequeña Angelica vino a mi aposento, sonriendo y ligeramente sonrojada. Su mirada estaba fija en la mía y cuando me confesó el por qué había venido a verme mi propia cara se enrojeció. Le negué la propuesta, como es obvio, y llamando a la doncella le hice volver a su cuarto. Vi por primera la tristeza en su mirada.
Otras noches volvía a ofrecerme lo mismo, y yo me negaba. En mi corazón deseaba cumplir su deseo pero algo me decía que no debía, no era correcto, no era el momento...
Entonces un día la doncella volvió de sus paseos matutinos sin ella. Me sobrecogí, y salí presto a buscarla. Llovía, como el primer día que la vi y por ello corrí hasta la acera donde la encontré la noche de nuestro encuentro. Y allí estaba ella, con su mirada celestial observando mi llegada. Por sus mejillas corrían las gotas de lluvia mezcladas con sus propias lágrimas. Alzó las manos hacía mi y me suplicó `` Es hora de irme, no puedo evitarlo ni tú tampoco. Hazme feliz, y simplemente ven, abrázame y deja que las cascadas que formas mis lágrimas choquen contra tu hombro y formen un río en tu espalda.´´ Y así lo hice, fui hasta ella y abrazándola noté como su cuerpo se desvanecía. Le rogué que me contara a dónde iba y si podía hacer cualquier cosa para que no se fuera, cuándo mis brazos abrazaron la nada escuche ``Espérame, y cuándo descienda de nuevo a tu lado, lo entenderás y me harás tuya entre los ríos de mis lágrimas.´´